La judeofobia española

La judeofobia es singular. No sólo porque se trata del odio más antiguo, universal, profundo, persistente, obsesivo, quimérico y eficaz que haya existido, sino porque quien lo padece, raramente lo asume conscientemente.

Un inquisidor del siglo XVI, horrorizado por las matanzas de judíos en 1391, no habría sido capaz de notar que él mismo encarnaba la continuación de aquella cruzada judeofóbica. “¿Cómo puede usted comparar?” espetaría. “Nuestra Inquisición tiene el noble objeto de proteger la unidad religiosa, y además otorga a las víctimas la opción de la fe antes de la hoguera”.

Del mismo modo, un europeo del siglo XIX no admitiría que el odio medieval tuviera relación con la discriminación e injurias de su propia época “frente a las perniciosas influencias judaicas”.

La judeofobia es singular. No sólo porque se trata del odio más antiguo, universal, profundo, persistente, obsesivo, quimérico y eficaz que haya existido, sino porque quien lo padece, raramente lo asume conscientemente.  La compasión por las víctimas judías, es válida siempre y cuando los agredidos ya hayan muerto en el remoto ayer.

Hoy también, pocos españoles proclamarían abiertamente odiarnos, pero la mayoría de ellos guarda, aún en el más cálido de los corazones, un gélido rincón para “el judío de los países”. Una pequeña minoría siente alguna empatía con Israel.

Que sea el Estado más cuestionado del mundo no parece sorprenderlos. Que sufrió las dos terceras partes de las condenas de la Asamblea de las Naciones Unidas, no los hace parpadear, aun después de enterarse de que ese organismo, hasta 1991 jamás había condenado a ningún régimen árabe, pese a sus violaciones reiteradas a los derechos humanos.

No los conmueve que se descarguen sobre él los dardos acusadores de los medios de difusión. Que es el único país del mundo al que se zahiere con epítetos como “nazi”, “cáncer de Medio Oriente”, proferidos aun por intelectuales y grandes escritores. Que a los medios de difusión europeos los tiene obsesionados el pujante Estado cuya creación fue precisamente una necesidad para salvar millones de vidas de las garras de Europa. No despierta su admiración el reverdecer del desierto, ni la desproporción de Premios Nobel en ciencias, ni el renacimiento del hebreo, ni la más alta tecnología.

“¿Cómo puede usted comparar?” nos preguntaría enojado el español medio actual. “¿Qué tiene que ver la intolerancia del pasado con las críticas al Estado sionista, dirigidas contra la ocupación?” Pero ésta  no es la causa, sino la consecuencia de la agresión árabe, que nos mataba décadas antes de que el Estado de Israel siquiera hubiera nacido.

Los medios de difusión españoles (salvo algunas honrosas excepciones) demonizan a Israel, presentándolo como una intolerante teocracia financiada por un poder oculto internacional. El resultado es esperable: el lector medio no habrá de contentarse con ninguna “solución” al conflicto que en la práctica no implique la destrucción del único Estado judío del mundo, tan “imperialista” él, que cabe más de veinte veces en España y más de quinientas veces en los territorios árabes, ricos en petróleo y en el analfabetismo impuesto por jeques y reyezuelos.

Pero las voces ofensivas de su vocabulario, los españoles las tienen reservadas para los judíos. “Judiada” y “sinagoga” siguen siendo recogidos en España como insultos. Los antisionistas de hoy han extendido la nómina infame agregándole “Israel”, y la voz “lobby judío”, al que en se atribuye todo tipo de maquinaciones, ¡en un país donde los judíos son el 0,05% de la población!

“¡Cómo puede usted comparar!” les oigo irritarse. Pero se trata del mismo objeto de desprecio, de la misma soberbia que elige sólo a uno para no perdonarle nada y deja a los demás indemnes de sus implacables dictámenes. Comparo porque es el mismo empecinamiento en descalificar al judío y sólo al judío. La misma judeofobia letal, e ingenua.

Podéis leer la versión traducida al catalán, aquí.

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