Mar Abad

Mar Abad

Escriptora, periodista i cofundadora de Yorokobu

Aurora Bertrana: la feminista moderna y tolerante

¿Cómo hacemos, cada día, un mundo de mujeres libres, independientes y con los mismos derechos que los hombres?

En julio del año 1934, bajo la dirección de Lluís Companys, apareció en La Humanitat un artículo de la reputada Aurora Bertrana. La escritora que había enamorado a los lectores catalanes por las crónicas de viajes en las que describía la libertad de las maoríes hablaba ahora de La prostitució organitzada.

Lo hacía firme, valiente, desde la autoridad que le daba ser una de las pocas mujeres consideradas una «intelectual de izquierdas». Y lo hacía desde la empatía. Bertrana no teorizaba desde el pensamiento de salón. Conocía a prostitutas, y aunque no tuvieran nada que ver con ellas, aprovechaba el altavoz que tenía en los periódicos para tratar un asunto que a pocos importaba.

En la Polinesia, donde vivió tres años, conoció a muchas «cortesanas». Pasó días con ellas; le interesaba su vida, sus sentimientos, la educación de sus hijos… Miraba y hablaba de las prostitutas con consideración y sin condescendencia. Desde la dignidad y el respeto. Y eso es lo que más honra a Bertrana. No solo que se acercase a las cortesanas en vez de estar bañándose, feliz, en playas de coral, sino el brío con el que se desprendió de la mojigatería de la Girona de finales del siglo XIX en la que fue educada.

Desde su asombrosa apertura de mente arrojó un reto a los lectores de su novela-reportaje Paradisos oceànics, un libro que se agotó a los pocos días de salir a la venta: «Preguntadle a cualquier maorí si Turey ha obrado bien al hacerse cortesana. Ni uno solo os dirá que no. ¡Ni vosotros ni yo somos nadie para juzgar a esta vieja raza misteriosa! Todo Tahití admira a su cortesana».

A la escritora no le temblaba el pulso para enfrentar a los lectores a sus prejuicios y a la moral rancia y machista de principios del XX. Los cuestionaba en cada una de sus crónicas y se atrevió a hablar del amor libre y del sexo sin amor en un país donde el catolicismo gazmoño seguía asustando a las conciencias de la mayoría de la población. «¿Qué significa estar enamorada?», preguntaba la mujer maorí que protagoniza uno de sus cuentos, Ariatea.

De aquellas playas polinesias de aguas claras volvió con la mirada limpia. No la cegaban los argumentos de una u otra ideología y, desde el talante femenino del respeto y la conciliación, pidió que cada mujer fuera la dueña de su destino. En La prostitució lliure cuestionó por qué los otros, los que nunca han vendido su cuerpo, tienen que decidir por las prostitutas (¿No sería eso, antes y hoy, caer en el paternalismo?). «Lo primero que tenemos que hacer es saber qué piensan las interesadas. Preguntémosles a ellas porque se trata de sus intereses y recojamos sus firmas en pro o en contra de la prostitución organizada. La opinión de ellas es más importante que la nuestra».

Unos días después, el 18 de julio de 1934, volvió a tratar el tema en La Humanitat, el periódico del hombre que tanto valoraba su firma y que le pidió que participara con él en un mitin de Esquerra Republicana en la campaña de las elecciones de 1933, Lluís Companys. En La prostitució organitzada, Bertrana cuestionaba que la moral de las burguesas fuera más digna y pura que la de las trabajadoras sexuales. «Toda nuestra compasión hacia las profesionales a las que aparta una sociedad viciosa, hipócrita y más prostituida que ellas, y que trabajan penosamente para ganarse la vida, mientras que las otras se dan al lujo y la pereza».

Al decir «las otras» se refería a las mujeres que se casaban por dinero y por una posición social: las burguesas que se acostaban con sus maridos para tener una casa elegante y una vida acomodada. Esas mismas que se rasgaban las vestiduras porque las prostitutas se acostaran con hombres para poder ganarse un sueldo. Bertrana, inteligente, atrevida, volvía a poner el espejo ante los lectores con la intención de zarandear el manto calentito de su hipocresía.

Y en ese mismo artículo soltó una verdad como un templo: prohibir y criminalizar la prostitución no va a acabar con ella. «Estas esquiroles del vicio [las burguesas] no solamente serán toleradas si la prostitución organizada se llega a abolir sino que se verán más cultivadas, más halagadas, mientras que las pobres profesionales seguirán actuando, en sus miserables callejuelas, perseguidas por la policía». No seamos ingenuos. Lo que consigue la prohibición es arrastrar a las prostitutas a la desprotección más absoluta. ¿No ocurre igual con la droga? ¿Dónde están las dosis adulteradas: en los frascos de farmacia o en la mierda que pasa un dealer en la oscuridad?

Bertrana, obvia decirlo, hablaba de la prostitución organizada y regulada; no se refería a la trata de mujeres, intolerable desde cualquier punto de vista. «Pienso que esto debe ser la máxima aspiración civilizadora de esta masa enorme que vive de la prostitución. Y que nuestro deber de mujeres comprensivas y honradas, hijas de una nación libre, no puede ser otro que ayudarlas, respetando sus inclinaciones, pero nunca suprimirlas o lanzarlas enseguida a la miseria», escribe en La prostitució lliure.

¿Han de decidir las mujeres y los hombres que no se dedican a la prostitución lo que han de hacer las meretrices? ¿Hemos de cuestionar a mujeres como Virginie Despentes o Natalia Ferrari por estar a favor de la prostitución o debemos admirarlas por reivindicar los derechos humanos para las trabajadoras sexuales que lo son por libre elección?

La prostitució organitzada escandalizó a muchos lectores y la revista satírica Be Negre aprovechó este revuelo para publicar un artículo sarcástico, Paradisos de la prostitució, en el que jugaba con las teorías de Bertrana con mucha algaraza, según escribió la autora en sus Memòries fins al 1935. Pero como la historia viene y va, y a menudo se repite, en 2018 este ensayo vuelve a provocar críticas por un par de párrafos extraídos con guantes de cirujano y sin tener en cuenta toda la vida y la obra de su autora.

Resulta aún más sorprendente que se acuse a Bertrana de burguesa. Desde su infancia a su vejez convivió entre apuros económicos. A la escritora, a pesar de hablar seis idiomas y moverse entre intelectuales, jamás se le cayeron los anillos. En la posguerra española, exiliada en Ginebra, buscó un trabajo de empleada del hogar. ¿Cuántas burguesas se atreverían a hacer eso?

Pero mucho antes demostró que la aspiración de su vida no era pasar las tardes tomando el té con señoras de bien. Al regresar a Barcelona, en 1929, Bertrana tenía un sueño y un empeño: quería fundar una Universidad Obrera Femenina. Pensaba que la cultura no podía quedar en las estanterías de los burgueses y, con su decisión y su valentía, fue hasta los despachos del mismísimo alcalde de Barcelona, Jaume Aguadé, y del mismísimo conseller de Cultura de la Generalitat, Ventura Gassol, para pedirles su apoyo. Y no paró hasta conseguirlo. Pero, por el camino, lo que iba a ser una universidad para mujeres obreras se convirtió en un Lyceum Club lleno de esposas de burgueses que acudían a merendar y a escuchar conciertos. Aurora, decepcionada y con una integridad titánica, dejó la presidencia y abandonó el proyecto.

Pero imaginemos, fantaseemos con la idea de que Bertrana hubiese sido una burguesa vestida a la moda de París. ¿Eso la desacredita? ¿La masacramos por ello? ¿Quemamos, quizás, las crónicas insuperables de Manuel Chaves Nogales porque se definía como «pequeño burgués»? ¿Arrojamos al mar los libros de una de las primeras mujeres que habló del feminismo y del sufragismo, Emilia Pardo Bazán, porque era católica y aristócrata?

En 1935 Bertrana volvió a dar ejemplo de mujer moderna, valiente y comprometida con las mujeres. Bertrana viajó sola a Marruecos para conocer la vida de las musulmanas. Sola. Viajó sola. Y sola se las apañó para entrar en harems, en cárceles femeninas y en prostíbulos para contarlo después en El Marroc sensual i fanàtic.

Duele leer que Bertrana tenía un carácter censurador. Pero es fácil desoír esas palabras trazadas con tanta ligereza. La propia Aurora desmiente esta acusación con cada una de las páginas que escribió a lo largo de su vida. Fue tan brava que en los años 50 y 60, con un franquismo que arreglaba las cosas con la cárcel, y después de haber estado en la lista negra del régimen, se atrevió a escribir novelas que hablaban de homosexuales, de mujeres que no querían casarse, de infidelidades. Intentó a toda costa publicarlas pero siempre se encontró con los barrotes de la censura fascista. Harta, osada, atrevida, en 1967, cuando publicó Vent de grop (otro éxito en ventas) se despachó bien: «Empiécenla sin miedo. Nada herirá ni su pudor ni su inocencia. No figuran ni cornudos, ni invertidos, ni incestuosos. La única licencia que me he permitido con la moral es la de aparear a dos enamorados sin hacerlos pasar por la sacristía».

Intentar arrebatar la modernidad de su pensamiento acaba también en un naufragio estrepitoso. En los años 60 Bertrana planteaba la maternidad artificial (mucho antes de que en la España franquista alguien pudiera imaginar la fecundación in vitro o cualquier método que la ciencia presentó después). ¿Moderna? Quizá incluso visionaria porque se adelantó al deseo actual de muchas mujeres que deciden tener hijos sin buscar un padre.

Que una mujer intente medir el feminismo de otra resulta aterrador. ¿Cómo puede hacerse eso? ¿Al peso? ¿Es más feminista la transexual que pide libertad sexual o la mujer que se molesta porque le lancen un piropo por la calle? ¿Quién establece la vara de medir? ¿No estaríamos replicando el modelo viril de quién la tiene más larga?

Es más, ¿de verdad hay que proclamar quién es más feminista, dándose golpes en el pecho, o debemos pararnos a reflexionar qué ha ocurrido con este término manoseado, pisoteado, vulgarizado y usado, con la boca pequeña, por políticos y oportunistas? ¿Cuántos se quieren identificar ya con una palabra, feminista, que ha entrado a formar parte del pensamiento políticamente correcto y que hasta el hombre que en la radio se sacudió la pregunta de la brecha salarial con un «No nos metamos en eso», Mariano Rajoy, se la ha colgado ahora en la solapa con un lacito violeta?

Este es el asunto que nos debería ocupar hoy a todas las mujeres y a todos los hombres: ¿Cómo hacemos, cada día, un mundo de mujeres libres, independientes y con los mismos derechos que los hombres? ¿Y qué hacemos para recordar la memoria de las mujeres que, como Aurora Bertrana, se jugaron la reputación (y algunas incluso el pellejo) para que hoy nosotras tengamos una vida mucho mejor que la de nuestras madres, abuelas y bisabuelas?

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